Antes de ser el mastodóntico genio que conocemos hoy en día, Christopher Nolan también tuvo una época más contenida. El truco final es un claro ejemplo de ello. La película de magos por excelencia es un ejercicio de cine de época y, a su vez, un reto como pocos hemos visto. AVISO: Esta crítica contiene spoilers.
Con el cine no se puede ser objetivo, es imposible. El mero hecho de hablar de una película siempre será ejercido desde un prisma subjetivo. Cuanto antes se dé cuenta el público de ello, de mejor manera se vivirá el maravilloso séptimo arte. Desde mi prisma subjetivo, Christopher Nolan es lo más cercano que hay a un dios. De mis tres películas favoritas, dos son de este autor que se reinventa con cada película. Jamás voy a poder acercarme a la objetividad con él, y justo por ello es el director con el que soy más exigente. Cada una de sus películas me ha dejado un listón altísimo, por lo que vivo cada estreno suyo con suma expectación.
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Dejando a un lado lo que supone para mí Christopher Nolan, hay algo en su filmografía que me llama poderosamente la atención: su cambio radical en 2008. Hasta el estreno de The Dark Knight, el cine de Nolan era ambicioso, pero en justa medida. A partir de aquella obra maestra del cine contemporáneo, sus películas son un constante ejercicio de autosuperación. Con cada estreno de Nolan vemos escenas más grandes, únicas, que dividen más al público y polarizan más a sus fans/haters. Pero antes de este momento crucial en su carrera, Nolan era otro tipo de director, y la película que puso punto y final a esta época es El truco final.
No es desconocida la admiración que siente Nolan por la magia y aquellos que intentan emularla. La tarea de un mago es, en cierta medida, similar a la de cualquier artista, solo que sustituye el pincel, la cámara o la máquina de escribir por su habilidad para engañar a la audiencia. El truco final narra la historia de dos magos que compiten por demostrar cuál de los dos es mejor. A su vez, es un drama romántico e histórico que involucra personalidades tan ilustres como Nikola Tesla. El truco final abarca mucho, es ambiciosa, como el cine de Nolan, y lo mejor de todo es que jamás juega a ser más de lo que es. Esa es una peculiaridad imprescindible de Nolan: consigue tenerlo todo bajo control, y sus obras no son precisamente simples.
A todo niño, y no tan niño, le encanta un buen truco de magia. Jugar al engaño para finalmente dejar a todo el público boquiabierto, atónito por no saber cómo ha sucedido lo que acaba de presenciar. El truco final no es fantástica por contarnos una historia girando en torno a esa idea, sino porque convierte a la propia historia en un truco de magia. Todo lo que vemos está hecho con un propósito muy claro con un final que, como todo buen truco de magia, deja boquiabierto al público. El plot twist final no solo es memorable, sino que es la viva representación de la magia hecha película. A veces hablamos de Lynch como un pintor y escultor que esporádicamente ha sustituido esas modalidades por el cine. Nolan es eso mismo, solo que en vez de pintura y escultura, es magia.
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Me fascina la idea de haber tenido algo en frente de mis narices durante más de dos horas y no haberme percatado de ello. El final de la película (el prestigio, como lo llaman los magos) pone de manifiesto el poder del montaje, la dirección y la actuación. Es uno de los puntos álgidos del cine de Nolan.
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Lo realmente apabullante de El truco final es que no es ni siquiera una de las cinco mejores películas de Nolan. El director de obras magnas del cine contemporáneo como Interstellar, Dunkirk o Tenet revolucionó el cine antes, durante y después de El truco final. Esta oda a la magia es grande, muy grande, pero no tan grande como Nolan ha demostrado que es. De eso trata reinventarse. Y no es tan fácil.