Verano del 84 responde a una certeza generacional: tendemos a rebozarnos en la nostalgia y ahora, cuando vivimos casi en el futuro, toca regresar a los años ochenta. Y lo haremos sin Delorean, a pelo, a modo de realidad virtual.
Fue en aquella década de los ochenta, con el mundo aún se partido a través de un muro de 155 kilómetros, cuando la nostalgia se apoderó definitivamente de un rincón del cine comercial. Los años cincuenta y sesenta coparon los primeros envites de un género que se vendía en parte por un factor emocional: regresar, aunque fuera a través de la ficción, a un lugar temporal del imaginario colectivo.
Los propios años ochenta iban a llegar, tarde o temprano, a ser el presente de nuestra nostalgia y en los últimos tiempos, con series como Halt And Catch Fire (2014) y Stranger Things (2016), o aquel genial San Junipero (Black Mirror, 2016), han convertido una película como Verano del 84 en terreno conocido para el espectador.
Sin embargo asoma algo extraño en este ataque de nostalgia: muchas de estas propuestas, y Verano del 84 es un ejemplo perfecto, no responden tanto a una ambientación temporal concreta (los manidos años de Marty McFly y cía), sino a una suerte de imitación conceptual de esos films: que parezca incluso realizada en los años ochenta.
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Verano del 84 podría colar como un film de 1984 ó 1985 (el ojo más cinéfilo, o atento, detectaría la trampa por mera calidad visual), especialmente porque no se trata de una celebración constante (y tramposa) de la década en cuestión: simplemente quiere ser un film digno de aquellos años.
Verano del 84 nos trae un esquema de film de aventura juvenil, en barrio residencial (Ipswich sería un escenario perfecto para el Spielberg ochentero de E.T. o Poltergeist), con un grupo de chavales similar a los de aquella Stand By Me (Rob Reiner, 1986). Tenemos el líder carismático y soñador, el mejor amigo y con bastantes kilos de más, el nerd empollón y, como no, el chico malo, hijo de una familia desestructurada. Ah, y hay una chica de impresión, por supuesto.
El elemento imprescindible en todo cóctel ochentero, la música, ejerce de hilo formal inquebrantable: una deliciosa banda sonora instrumental, a base de sintetizadores, de Le Matos y algunas canciones de corte comercial que no llegan, jamás, a la saturación sonora de otros ejercicios de nostalgia (miro directo a Hawkins, Indiana).
Ocurre que la ambientación ochentera queda felizmente en segundo plano por la mejor de las razones: el trío de directores acreditados consiguen, simplemente, un film la mar de entretenido. Especialmente porque hasta el tramo final, hasta el último momento, los protagonistas no saben a quien, o a que se enfrentan. Y al final ambos, el grupo de amigos y el espectador, nos enteramos. Y de paso ganamos material para un ameno debate posterior.
El film se inicia con una reflexión de contenido urbano que dejo para el final de esta crítica. No porque vaya a reproducirla (es mucho mejor escucharla del propio Graham Verchere) sino porque Verano del 84, sus autores, se atreven a no desplazar jamás el punto de vista: siempre estamos viendo lo que ven esos chavales. Y ellos tienen una duda: ¿ tienen a un asesino en serie viviendo en su barrio?