Si a un cinéfilo frustrado Gaspar Noé le invitase de fiesta seguro que sabría qué esperar. Eso es Climax: una escuela abandonada, música de Giovanni Giorgio, bailarines profesionales, un niño, drogas y alcohol. En el maremágnum al que normalmente nos acostumbró el director hay espacio para todo; y vamos de filias y parafilias personales hasta afanes nacionales en la estrambótica narración visual de esta película premiada en el pasado Sitges como la mejor.
En una TV del siglo pasado acotada por libros —L’aventure hippie se ve por ahí junto a Fritz Lang— y DVDs —Suspira, Schizophrenia, Possession entre otros— una cinta de VHS presenta cierta selección de bailarines. Por medio de esa entrevista Climax advierte de una diversidad de estilos, de experiencias, de orígenes y una sola pasión: la danza. Una cámara cenital muestra un cuerpo que serpentea por la nieve y deja un rastro rojo. Una fiesta, que luego sabremos qué lugar ocupa dentro del tiempo narrativo de Noé, da cuenta de la competencia por demostrar quién baila mejor; sin embargo, cuando se colectivizan su profesionalismo resalta. Sus movimientos son filmados con un mano quirúrgica guiada por la firmeza de la música, sobre todo cuando vuelven el cenital. La coreografía de Nina McNeely lleva a cualquiera al éxtasis.
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De la felicidad colectiva por el trabajo bien hecho pasamos a escenas donde nos acercamos un poco más a los entrevistados del TV. Mientras ellos dan detalles de sus gustos, sus prejuicios, su sexualidad, sus miedos, la fiesta sigue y van por sangría. Y voy metiendo el vaso también. Una, dos, tres veces por cuenta de los planos usados por director de fotografía Benoît Debie. La forma en la que se expresa Noé usa en este caso los colores para hablarnos del cambio de ánimo de los fiesteros que se va alterando porque alguien ha puesto LSD en el sangría. La cámara me permitió ser parte de la fiesta. A punta de planos secuencia, iba siguiendo situaciones estrambóticas una tras otra hasta rebasar el tutiplén. La selección musical de Bouyer y Mayer va de Aphex Twin a Daft Punk y encaja con lo mostrado, y machacan con ritmos sincopados y sintéticos mi córtex cerebral. Fácil así entrar en trance.
Cuando se está bajo la influencia de LSD siempre llega el punto de decir “basta”. En este caso, por supuesto, me hubiese podido levantar de la butaca; pero la llamada a la cordura es insuficiente, estéril, el control ya no yace cerca de las manos. La violencia desbocada, tan típica de esa casa, explota como en Irreversible (2002), cuando en medio de la intoxicación nadie piensa, las tribus se levantan, las preferencias sexuales arrecian. Todos bailan, no obstante no encontrar allí la salvación. Y de los movimientos que imitan a bestias en la danza se da paso al comportamiento bestial de los danzantes. Solo hay gritos, confusión, estupidez y pánico. Y de alguna manera Noé hace disfrutable una película que agradece las influencias de Argento por cuanto la relación entre el baile, la alienación y la pesadilla. Su problema, opino, el obvio frenesí que lleva, porque al final no sé de qué me está hablado ni su forma ni su fondo. Es tan delirante que aunque llene los sentidos al final queda la sensación de estar perdido.
Climax, un buen lejos
Sus bailarines vuelven a ser actores no profesionales, y la película, dijo él, se hizo en solo tres semanas —asunto que tal vez explique las fallas mencionadas y un par más—, pero Noé se afinó. Porque como después de la primera vez de un viaje lisérgico, tarde o temprano se vuelve por más. Así pasa con este director, el que ya no logra incomodar pero sí vuelve a sorprender. Y Climax tiene un deje tardío. En el que las preguntas sobre el qué quiso decir no se aclaran, pero cualquiera podría empezar a hilar fino por cuánto su pastiche —entendido como una mezcla de géneros y nostalgias reflejados en la música y las modas— habla de cómo está de alienada la sociedad francesa por sus miedos a lo extraño. La bandera es preponderante, pero el brillo en ella es impuesto.
Al final, Climax refleja por sus formas y preponderancias los afanes y prejuicios franceses por lo que viene de otra parte, el sentimiento de superioridad y de irse quedando sin nada que decir. Vale preguntarse ¿es una legitimación de la falta de límites o un llamado a volverlos a instalar? En los cuáles y los cómos está el asunto.