Hemos visto en incontables ocasiones el mundo del crimen y el narcotráfico sudamericano retratado en el medio audiovisual, pero ningún título le mira a los ojos a Ciudad de Dios. La obra maestra de Fernando Meirelles y Kátia Lund es una de las radiografías más estimulantes y visualmente deslumbrantes de la historia del cine. Retrato feroz de una de los lugares más peligrosos del mundo, Ciudad de Dios es todo aquello que se le debe pedir a una película.
Para entender qué significa Ciudad de Dios lo mejor que podemos hacer es ponernos la venda de la ignorancia en los ojos. ¿Cuántas películas brasileñas puede llegar a conocer un espectador medio de cine? Con esto no digo ni que la industria de cine brasileña sea floja ni que el espectador medio sea ignorante, tan solo reflexiono sobre el poderío que llegó a tener esta obra para romper prejuicios y ganarse un sitio en la cultura popular de medio mundo. Ciudad de Dios fue nominada a cuatro Oscars (soy incapaz de comprender cómo ninguna de estas fue a mejor película de habla no inglesa) y está valorada como una de las grandes películas del siglo XXI. Y todo esto, repito, siendo brasileña.
La historia de Ciudad de Dios la hemos visto varias veces en el cine, pero aquí no brilla el qué, sino el cómo y el porqué. La Brasil que retrata esta obra tiene las ruedas pinchadas. Es incapaz de avanzar, y todo ello se traduce en el auge de bandas delincuentes de toda índole imaginable (desde niños a policías corruptos). En medio de este panorama, seguimos el crecimiento de varios personajes que representan las consecuencias de vivir en un lugar como Ciudad de Dios. Un aspirante a fotoperiodista; un trío de amigos que se creen los amos del lugar; un pequeño psicópata que con los años se vuelve más desalmado… Todos ellos son personajes con un gran trasfondo sociocultural.
Como decía antes, Ciudad de Dios brilla por su cómo y su porqué. El cómo descubre un gran secreto a ojos de todo aquel que no haya prestado suficiente atención. Ciudad de Dios no es la historia de Buscapé, el fotógrafo, o de Zé Pequeo, el niño psicópata que acaba convirtiéndose en el hombre más temido del lugar: es la historia de Ciudad de Dios. Todo aquello que Meirelles y Lund nos han mostrado refuerza esta idea. La mirada poliédrica de Ciudad de Dios es su mayor virtud, y es por ello que no recorremos un solo viaje durante su metraje, sino varios, y todos con un mismo fin: retratar un lugar decadente, anclado en el pasado y sin futuro a la vista.
¿Y por qué digo que este film es un compendio de miradas regidas por un denominador común? Porque solo así puedes llegar a retratar la grandiosa problemática que sacude un lugar con tal nivel de corrupción (institucional y moral). En Ciudad de Dios la vida no tiene ningún tipo de valor; en cualquier momento puedes morir a manos de cualquiera. Meirelles y Lund se esfuerzan por que te encariñes de los personajes, pero sabes que a la mínima pueden morir, por lo que siempre debes ir con cuidado y controlar tus emociones. Esa incertidumbre atrapa al espectador y no le permite cerrar los ojos en ningún instante. Además, visualmente tampoco ayuda a ello. Hablamos de uno de los trabajos de dirección más brutales de la historia del cine ajeno a las grandes industrias.
Es imposible quedarse con un solo personaje, escena o secuencia de Ciudad de Dios, pero me gustaría comentar brevemente una que me parece especialmente reveladora. En cierto punto de la trama, Buscapé acude a un piso con una larga historia de criminalidad. Durante los próximos minutos veremos una sucesión de flashbacks con una decisión creativa abrumadora: cámara fija en un determinado punto del piso y cambio radical del escenario con cada flashback. Durante esta secuencia conocemos la oscura historia de este pequeño lugar dentro de Ciudad de Dios. Hay violencia, drogas, sexo, traiciones, muertes, favores… La corrupción moral más brutal está condensada dentro de estas paredes. Con esta secuencia entendí que Ciudad de Dios no pretendía explicarme la historia de un personaje, sino de todo un lugar.
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Esa venda de la ignorancia de la que hablaba antes nos pertenece a todos y nos impide disfrutar de grandes obras maestras del mundo del arte. Conocer el cine de aquellos países de los que no nos esperamos nada es uno de los ejercicios más estimulantes que puede vivir un cinéfilo. Ciudad de Dios es todo aquello que debe ser una película, y no es ni norteamericana ni británica: es brasileña. El cine (y el arte en general) no entiende fronteras, y si encima narra historias con tal magistralidad, pocos prejuicios se pueden tener.