El cine de terror japonés (Vol. I): desde sus comienzos hasta la 2ªGM

Terror Japonés

No, ni Takashi Miike ni Hideo Nakata saben manejar la cámara en torno al verdadero horror nipón, ni acercarse al terror-kabuki tan popular que, no instauró, pero sí llevó a la fama el gran Tsuruya Namboku IV con su Tôkaidô Yotsuya Kaidan, rebosante de actos sobrenaturales, fantasmas y venganza personales cargada de violencia visual: el verdadero terror japonés.

Antes de entrar en el tema que nos ocupa, debemos aclarar diversos factores que no todo occidental conoce. Estamos, por supuesto, ante una cultura diferente -contrapuesta a la nuestra, me atrevería a decir-, una cultura que hasta hace contados años ha permanecido cerrada al resto del mundo salvo en muy contadas ocasiones, y donde el intercambio entre Japón y los paises occidentales era puramente comercial. Por tanto, la influencia cultural recibida del mundo occidental no se da hasta la obligada apertura de fronteras de mediados del XIX por parte de los americanos -¿cómo no?-.

Hasta entonces, Japón era un país que convivía de forma natural con el budismo y el sintoísmo. Estas religiones -o formas de ver la vida- presentan una visión del más allá llena de horrores y de hechos sobrenaturales, donde los oni (la mayor aproximación sería nuestros demonios), los yûrei (espíritus) y los yôkai (las fuerzas de la madre natura y de los distintos objetos materiales representados como extrañas criaturas) son los mayores protagonistas, conformando el imaginario del terror japonés.

Son estos los inicios del terror japonés que, aumentados por el temor reverencial que se le tiene a los muertos -por si vuelven a la vida en busca de venganza (ya sea a una persona o a una familia, pero nunca a la propia humanidad)- y por el respeto hacia una naturaleza viva y a veces terrorífica, son estos, digo, los inicios del horror japonés que poco tienen que ver con las casas encantadas y las maldiciones a través de un simple objeto, ya sea una llamada telefónica o un viejo VHS. Lo sobrenatural es, por tanto, parte de la idiosincrasia nipona, y no una forma de arte, como sí lo es en occidente.

Frente al kabuki y a los teatrillos yose, aparece una nueva forma de entretenimiento que revolucionará por completo la cultura popular nipona: en 1896 desembarca en Japón el cinematógrafo, y con ello una revolución tecnológica que comienza a competir con la americana y europea. En 1899 ya aparecen las primeras cintas -de escasos minutos- de contenido fantástico o sobrenatural, filmadas por el fotógrafo Tsunekichi Shibata: Momiji-gari y Futari Dojoji.

Pocos años después, ya entrados en un nuevo siglo, directores como Shôzô Makino o Jiro Yoshino comienzan a adaptar los grandes clásicos japoneses y chinos en las recién creadas productoras Nikkatsu y Tenkatsu (que desaparecería poco después y daría paso a otra de las grandes productoras del momento, la Sochiku, que perdura hasta nuestros días), llenando la pantalla de fantasmas y de animales fantásticos de todos los colores en cintas como Yotsuya Kaidan (1912), Yoshitsune Senbon Zakura (1914), Tenjiku Tokubeei (1916) o Saiyuki (1917).

Por otra parte, es en 1917 cuando las mujeres comienzan a tener un papel característico en el cine nipón -hasta ese momento, como ocurría en el kabuki, eran los hombres quienes hacían de mujeres disfrazados-. Esto es de vital importancia si tenemos en cuenta que es la mujer -desde la literatura y el teatro japonés- quien se ha resistido más, debido a la intensidad de sus pasiones, a alcanzar el otro mundo que ofrece el budismo. He aquí la obsesión por las mujeres fantasma en el cine moderno de terror japonés.

No se puede hablar de los años veinte en Japón sin mencionar a Jun’ichirô Tanizaki, uno de los mayores literatos del país, que en este tiempo colaboró con el director de la Taikatsu, Kisaburô «Thomas» Kurihara, para fomentar el espíritu cada vez más desgastado de un país que estaba en pleno choque cultural y, por ende, con duros problemas de identidad nacional. Filmaron, entre otras, Jasei no In (1921), cinta donde dos serpientes toman aspecto de mujer para engañar al hijo de un pescador.

Otro nombre a mencionar es el de Zammu Kako, que dirigió, junto con el maestro de los efectos especiales Yoshiro Edamasa (instructor de Eiji Tsuburaya, el creador del entrañable Godzilla), la conocida historia de la mansión de los platos en Banchô Sarayashiki, rodada a finales de los veinte. Gran parte del trabajo de este director se ha perdido, pero se conserva una escena de la película mencionada donde aparece el fantasma de Kiku saliendo del pozo en el que es arrojada, recurso que vuelve a la pantalla en Akigusa Doro (1927, Hotei Nomura) y en la archiconocida
Ringu (1997, Hideo Nakata).

Ambos llevarían a la pantalla otra obra conocida, Botan Doro (1924). Edamasa, por su parte, dio vida una década después al gran buda de Daibutsu Kaikoku (1935), obra que probablemente incitara a la creación, muy posteriormente, de Daimajin (1966, Kimiyoshi Yasuda). Otras películas destacables de finales de los veinte son, de nuevo, Yotsuya Kaidan (1925, Norio Yamagami), otra vez, Sinpan Yotsuya Kaidan (1928, Daisuke Ito), Kyoren no Onna Shisho (1926, Kenji Mizoguchi) y, por si alguien lo echaba en falta, Yotsuya Kaidan (1927, Kiichiro Sato).

Los años treinta fueron desoladores en lo que respecta al cine fantástico y de terror japonés. El interés por este género, tan prolífico en los años veinte, se ve mermado, quedando solo un puñado de cintas de interés a finales de la década, como son Saga Kaibyoden (1937, Shigeru Mokudo), Kaidan. Kyoren Onna Shisho (1939, Shigeru Mokudo), y la más famosa película de la preguerra, Kaibyo Nazo no Shamisen (1938, Kiyoshiko Ushihara). Poco después, un terror mucho más despiadado y real asolará Japón y el resto del mundo. La guerra ha comenzado, y ya no es momento de jugar con fantasmas.