La secuela The Exorcist apuesta por un cambio de escenario y personajes tratando de retener el tono y los aciertos que hicieron de esta serie una de las sorpresas de la temporada anterior.
La primera temporada de The Exorcist (2016) basó su éxito cualitativo en una suerte de híbrido de recreación de la película original (The Exorcist, 1973, William Friedkin) y una continuación de los hechos que se contaban en ella. Una trama razonablemente bien escrita, un tono inquietante (huyendo del terror fácil) y un casting especialmente acertado en los papeles de los dos curas destinados a combatir juntos la posesión de Casey, dieron forma a una sorprendente demostración de que en la televisión actual hay espacio para la recreación de películas que han dejado una huella en el imaginario colectivo.
Para la segunda temporada, Jeremy Slater y el resto de productores, apuestan por un nuevo híbrido, en este caso a nivel conceptual: se mantienen los mencionados curas, el padre Tomás Ortega (Alfonso Herrera), y el ahora civil pero aún exorcista Marcus Keane (Ben Daniels), pero cambiamos por completo de caso, de personajes e incluso el tono. Los dos exorcistas, y la trama secundaria de la lucha entre el bien y el mal con raíces en el mismo Vaticano, serían los elementos comunes de una serie que, por lo demás, aplica los fundamentos de una antología. En este caso y tras lidiar con un par exorcismos, ambos protagonistas llegan a una isla cerca de Seattle, adonde acompañan a la pequeña Harper (liberada de una falsa posesión y, a la vez, de una madre cruel y enferma) a su nuevo hogar: una casa, en un bonito entorno rural, en la que habitan adolescentes sin hogar bajo la tutela Andrew (John Cho).
Esta segunda temporada de The Exorcist, pues, ofrece un contraste casi total con la anterior: pasamos de una familia urbana a un grupo de chavales tutelados por un adulto; de un entorno cercano a una gran ciudad a la plena naturaleza; de un casting coral a uno donde destacan los mencionados adolescentes: el religioso Shelby (Alex Barima), Caleb, con una discapacidad visual (Hunter Dillon), Truck, con una aparente minusvalía mental (Cyrus Arnold) y la rebelde del grupo, Verity (Brianna Hildebrand). El recientemente enviudado Andrew, así como una trabajadora social, Rose (Li Jun Li), completan el reparto principal en el mencionado hogar.
Con este planteamiento The Exorcist se abre a nuevas percepciones para el espectador. El entorno y el uso del mismo (un pozo, una cabaña abandonada, un lago y por supuesto la gran casa donde viven), conectan sin quererlo (o sí?) con una formalidad más cercana al género slasher y algunos recursos visuales van en esa dirección. Sin embargo en esta temporada la duda inicial está acerca de quien será la víctima de la posesión. La misma es algo que uno puede adivinar a poco que se fije en un recurso ya conocido en cine y televisión, para el que hay que tener cierta pericia y, sobre todo, no usarlo más lo debido, o canta. Y aquí canta bastante pronto.
Aunque netamente inferior a la primera temporada, The Exorcist mantiene en buena parte el tono inquietante de aquella, amen del buen hacer de Alfonso Herrera y Ben Daniels, cuyos personajes siguen con su particular viaje personal a través de sus exorcismos. Marcus Keane repetirá su particular interrogatorio a quienes creen víctima de una posesión (aunque ya vimos esa misma escena antes, con Casey, los efectos son igual de contundentes para el espectador) mientras que Tomás Ortega tendrá, una vez más, la llave a la victoria final cuando más inmerso (literalmente) se encuentre en su contacto mental con el demonio.
Uno de los motivos por los que esta temporada no sale tan bien parada hay que buscarlo en la empatía que genera el grupo de chavales: con 10 episodios debería bastar para creer en ellos, entender su catarsis como grupo de amigos y, al final, dicho objetivo queda algo escaso. La decisión de convertir el tramo final en algo mucho más cercano al secuestro, como género, que a la posesión, refuerza la impresión de que aquella primera temporada estaba mejor rematada.