La Casa de Jack fue la disculpa del hijo pródigo para volver al Festival de Cannes. El padre, en la figura del gran teatro Lumiere, no obstante, fue algo más que frío y se sintió asqueado por lo que alguna vez le había maravillado. Von Trier desgaja aquí su obra haciendo de este último esfuerzo su epílogo.
De enfant terrible y mimado al expulsado. Entonces, ¿qué pudo haber pasado por la cabeza de este viejo zorro al ver la desbandada? Pura sardonia vindicativa. Fácil apostar por la risa del director danés al inferir él los motivos de la evacuación. Más cuando lo a priori travieso y celebrado es hoy “asqueroso” y “violento”, como dijo la mayoría de la platea. El ‘schadenfreude’ se encarnó en Lars von Trier; porque como dijo Fernando Vallejo alguna vez, “si ya me conocen, ¿para qué me invitan?”.
Jack (Matt Dillon), en su viaje al inframundo, decide hablarle a Verge (Bruno Ganz) sobre los dos asuntos personales que le consumieron la vida. Verge, cansino de la charla de sus guiados, le dice que no espere que él se sorprenda. Jack es un ingeniero, pero en el espejo él ve un arquitecto. Y uno de esos proyectos fue construir una casa soñada. El otro, expresar su misantropía de la manera más artísticamente posible por medio del asesinato.
Verge, curtida contraparte de charla, insobornable, le escucha mientras cuestiona e increpa las reales motivaciones de Jack. Este último que se viste ya de teórico, ya filosofo del arte para explicar las subidas y bajadas de sus dos misiones vitales. Por supuesto que Verge y Jack son el diablo y el angelito de los dibujos animados del mismísimo von Trier. Él que usa esa plataforma para hablar de sus influencias, de lo que se considera bello en contra peso con lo que él opina; y así, decantarse por unos materiales, y no por otros, que fueron por él usados para construir su arte. Para dejar una “casa que se puede habitar”. Su huella en el cine.
Que para él es arte, y del más grande ni más ni menos. La Casa de Jack es un desahogo donde el autor usa la parte del cerebro donde dicen que están la humildad y la vanidad. Por supuesto con socarronería, puesto que su humildad es impuesta, y más bien encuentra un último momento para explicar lo que para von Trier siempre ha sido obvio.
Las anécdotas pasadas de Jack se someten a las normas del Dogma 95 —35 mm, aspecto 2.39:1 y un sonido proveniente de la acción—. Para lo explicativo y las influencias que recibió vamos a imágenes televisivas donde circulan pintores, músicos —Glenn Gould y David Bowie mutarán en nuestros oídos.
Con la pedantería conocida de von Trier es razonable llevarse la idea de que él transformó lo recibido para hacer algo más grande y lo patenta en esos formatos mencionados. El quehacer del artista y hasta la mismísima gran pregunta de qué es el arte y para qué nos sirven es el soliloquio al que se asiste en La Casa de Jack. Las respuestas pasan por el modernismo, que fue capaz de llevar al arte lo cotidiano, lo normal.
Pero más allá de Duchamp, con su Urinal, y sus secuaces, puesto que von Trier incluye dentro de la categoría y como material artístico lo perverso, lo estúpido, la muerte y el asesinato. Tanto como el humor, cáustico por donde se le mire, que ha sido uno de los materiales usados por este director ad nauseam. Y el destino jugó a tres bandas cuando la última película de Bruno Ganz en la Croisette fue esta, y él será siempre recordado por su caracterización de Hitler en Der Untergang (2004).
El ‘ready made’ que viene intentando es la antonomasia del artista atormentado por sus demonios, heredados y buscados, que se refleja en sus escenas violentas ya sean físicas o verbales.
Por supuesto que en esta declaración psicótica son los diálogos los que nos sirven de guía y decantan cuando el director se está burlando de sí mismo, de su supuesta genialidad, de su falta de decoro y elegancia, de sus motivaciones y de sus formas. Y va hasta la misma evidencia.
Cuando Verge le increpa por la idiotez explícita de sus víctimas femeninas, a lo que Jack responde, como referencia a la legendaria misoginia de Lars, que “Es más fácil que trabajar con ellas”. Guste o no, por brutal, inescrupulosa o corrosiva, sí que se encuentra honestidad en los planteamientos presentados por la filmografía de este director.
No obstante, honestidad no significa tener la razón. Verge tiene una acepción en inglés que se entiende como “descender en el horizonte”. A la sazón que cabe una pregunta, ¿no le sale el tiro por la culata a nuestro director cuando precisamente indaga por respuestas estéticas en la muerte? Es decir, ¿no vuelve al platonismo negado por el uso de impuros materiales? ¿Todo ese anti-idealismo de su obra se va al traste? ¿Y si sus premisas son falsas?
El trasegar del artista es recorrer el camino del arte queriendo llegar a la verdad tanto como el caminante quiere alcanzar el horizonte. Se avanza, pero nunca se llega. Y para von Trier es claro que “tomar mi chance” pasa entender que es mejor ser castigado en el intento de crear bajo sus propias reglas que ser relegado a hacer lo mismo que siempre, o a solo mirar.
Pero volviendo a lo ganado por el arte desde el dadaísmo, la mirada del espectador empezó a pesar más en lo que es el significado de una obra. En esos términos, Lars von Trier tiene un espacio ganado dentro del Olimpo cinéfilo, porque en últimas, y así la negación pese más, morir es parte importante de pasar por este planeta.
5 películas que te arrancarán el corazón despiadadamente
La Casa de Jack es un divertido y minucioso ejercicio de egolatría donde el cineasta se pone a sí mismo como moribundo al que la vida no le dejó tiempo sino hasta el final para hacer su testamento.