Se podría pensar que mezclar en una película el narcotráfico, misticismo prehispánico y los apoteósicos momentos del fin del mundo es una desproporción. Quizá lo es en la mayor parte del mundo pero no en México, donde se vive el peor de los mundos. La crisis indígena llega al grado de que familias son diariamente perseguidas por la institución que debería protegerlos: el ejército.
La crisis indígena en la sierra de Oaxaca, revela a las más injustas víctimas de un esperpéntico sistema que hace del orpimido un criminal. Esto es Sanctorum, cinta en concurso en la 17a edición del Festival de Morelia, del director Joshua Gil, que entre algunas experimentaciones formales y una gran carga de poesía visual, echa una mirada al peor de los mundos. Un horror que hace a la tierra misma convulsionar, a los muertos pelear y a los vivos rezar.
Lo que aquí explico de forma simple y cruda, en el lienzo de Gil se muestra hermético, profundo y épico, hasta hermoso. No es la visión del espectador extraño, es la de quienes lo experimentan. La de los pueblos que dedicados al cultivo de marihuana, son perseguidos por hacer lo único que saben. Para colmo, sus jefes son los narcos, pero sus verdugos, el ejército. El hartazgo se convertirá en un llamado a guerra.



La cinta está casi en su totalidad hablada en lengua mixe. Está además interpretada por indígenas que entre la poesía y el impresionismo que adquiere todo su entorno convulso, aportan gran veracidad a sus papeles. Estos personajes son bivalentes: el lado del sencillo habitante y campesino, y el de heredero ancestral de un hogar que es la tierra. Esto se apoya en un versátil trabajo de camara, que ya sea captando un momento atroz con luz natural en la hora mágica o serpenteando entre la neblina de la sierra, busca la alquimia visual. Aguardando el final en la cocina de un jacal con una pareja de ancianos, busca cimbrar e hipnotizar. Pero no siempre lo logra.
Algunos planos de Sanctorum remiten al compatriota Carlos Reygadas, pero en su honesta expresividad recuerdan más bien al turco Nuri Bilge Ceylan. Otros –donde en mi opinión es más efectivo, honesto y expresivo–, evocan a The Turin Horse, de Tarr, con su austera melancolía y su atmósfera fatídica. Pero hay también elementos de folklore que alcanzan una iconografía auténtica. Tiene un brillo propio que consigue no solo visibilizar las voces oprimidas, también que adquieran su propia narrativa, que sea su versión la que se imponga.



Si bien Sanctorum puede al final saber excesiva de estilismo y poesía surreal, es loable que su lenguaje cinematográfico apele a cambiar los ojos con los que vemos el problema. Así podremos entender mejor quiénes lo padecen y quiénes, verdaderamente, lo provocan.