Elvis ha llegado. Justo entre los ojos, Luhrmann nos paraliza con una andanada de imágenes que atraviesan sin silenciador el cerebro del espectador dejándolo aturdido y semiconsciente en la butaca desde el minuto uno. Señoras y señores, el rey ha entrado en el edificio: démosle la bienvenida al rey del rock.
Elvis se ha estrenado. Salgo de verla y lo primero que se me ocurre es que ésta es la película para la que Luhrmann tuvo la ocurrencia de dedicarse al oficio de dirigir y que su estilo y las lentejuelas de la última etapa del Rey del Rock casan como las natillas y las galletas. Lo segundo que pienso es que Hanks cuando se pone a ello es tan aterrador como el Saw (James Wan, 2005) más dedicado y lo tercero que acabo de ser atropellada por una de las películas del año.
El terror de Saw regresará con Jigsaw, el relanzamiento de la saga
Porque nos hemos subido a un Cadillac 6.0 del 55 envuelto en celofán rojo que como el autobús de Speed no va a bajar de revoluciones durante los dos horas y treinta y nueve minutos de metraje y que no te va a permitir asomarte por la ventanilla sin riesgo de dislocarte el cuello de gravedad. Imprescindible venir de casa con todas las necesidades cubiertas o asumir el azar de perdernos escena al ingerir una palomita. De ir al baño ya ni hablamos, mejor acudir a la sala sondado.
Todo es grandioso, brillante y avasallador en este previsible descenso a los infiernos del icono por excelencia de todos los iconos. Un dorado envoltorio que se nos abre como una carpa de circo a mostrarnos por igual todas sus maravillas y su galería de freaks más rematadamente kitsch (cantantes de country, ferias del condado, el demoníaco Coronel Tom Parker), se desenvuelve a caballo de los luminosos títulos de crédito (tan Luhrmann, tan Las Vegas, tan Elvis, tan bambalinescos) y nos atrapa con su desenfrenado ritmo digno de las caderas del Rey.
Baz Luhrmann no es un tipo de medias tintas ni puede causar reacciones de calibre similar. Lo amas o lo odias y punto. Su cine es locamente barroco hasta la extenuación y exhuberante hasta darte dolor de retinas cierto, pero se nota que ama a su protagonista en Elvis, y aprecias la reverencia abnegada del fan hacia el mito.
Una reverencia que Luhrmann nos invita a contemplar vendiéndonos el mismo ticket que el malvado director de circo vendía a un Pinocho extraviado con el fín de explotarlo para hacerse rico, sin que los Pepitos Grillo (Priscilla, la madre del artista) logren eclipsar su influjo, sus modos de vieja bruja madrastra de Blancanieves. Parker da su manzana envenenada de mil maneras diferentes y su víctima siempre la muerde.
Porque esta es una peli de héroes y villanos.
Veo correr al niño Elvis Aaron por el campo y veo al niño Forrest (que Hanks encarnará en su edad adulta) imitando los movimientos del Rey, deshaciéndose de sus prótesis a la carrera antes de alzar el vuelo (Forrest Gump, Robert Zemeckis, 1994)
Nuestro amado Tom es aquí un diabólico maestro de ceremonias con una infernal sonrisa -sólo me apetece que se cruce por los pasillos de Las Vegas con un Bullseye cabreado por haber perdido un imperdible en una tragaperras-, que te arranca de lo más hondo un odio ancestral y mayors ganas de borrársela de la cara de una patada
¿Es la única adaptación posible para la figura del Rey? Pues no, hay muchos aspectos que se citan de soslayo porque mucho metraje -probablemente apilado en alguna sala de montaje- tendría que durar esta película para abordarlos todos. Pero la apuesta me sirve.
Centrada aquí en la relación entre el artista y su némesis particular, deja de lado mil facetas reales del Elvis más humano, pero no pasa nada porque su juego es otro: aquí tenemos a la criatura y su creador, a Frankenstein y al monstruo como ser extraordinario y talentoso que no sabe lo que se cocina a su alrededor.
Porque esta es una película de monstruos.
Si logras obviar la capa de maquillaje que rodea a Tom Hanks (no voy a mentir, hay que hacer un esfuerzo considerable), su actuación es sublime y me hace olvidar el afecto que profeso a Viktor Navorski, Chuck Noland o el sheriff Woody).
Y si olvidas los juicios previos, no se me ocurre mejor actor visto lo visto para encarnar a Elvis que este Austin Butler en estado de gracia, capaz de cantar para la película y de moverse como un clon del Rey.
Pese a quién pese, Butler está inmenso y Hanks odioso que es como decir magnífico en alguien que hace tanto que consideramos un buen tipo.
Un collage brillante y atropellado de imágenes de archivo, pantallas cortadas, fotografía envolvente y color en momentos del primer technicolor que envuelve a Butler y lo muta en Elvis componiendo un adrenalínico espectáculo quizás no cien por cien redondo pero para eso está la velocidad y la saturación que no te van a dejar pensarlo.
Me quedo con escenas de movimientos de baile antológicas, desde todos los ángulos filmables y del color al blanco y negro. Esto es Willie Wonka en pleno delirio en su fábrica, tenemos texturas, relieves, tiempos narrativos, color y hasta sabor. Espero ver incluso abrirse de pronto la parte posterior de la pantalla y encontrarme titiriteros moviendo los hilos de los personajes como en un gigantesco pop up que sacude al protagonista y al espectador en un prodigioso tsunami revival.
Y me guardo en los bolsillos las escenas de ese blues atemporal y primitivo, las fuentes de las que bebe el joven Presley, el blues desgarrador que cuenta las penurias, las alegrías, la vida de este Memphis que enmarca el nacimiento de la leyenda.
Cuando por fín se corren las rojas cortinas y la fábula se extingue en la pantalla aún podremos iniciar otro viaje, a través de la cálida voz del Rey dando pasitos torpes (o saltos) de la mano de Dorothy por el camino de baldosas amarillas llevando bien ceñidos nuestros zapatos de gamuza azul y buscando con ojos maravillados un perfil con tupé y guitarra al fondo de la sala..Elvis abandona el edificio pero sabemos que en realidad, siempre residirá en él.
Porque esto es un terrorífico cuento de hadas.