Crítica de Mank (2020) [Netflix], ¡con spoilers!

Título original: Mank | Dirección: David Fincher | Guión: Jack Fincher | Producción: Ceán Chaffin, Eric Roth, Douglas Urbanski | Música: Trent Reznor, Atticus Ross | Fotografía: Erik Messerschmidt | Reparto: Gary Oldman, Amanda Seyfried, Lilly Collins, Arliss Howard, Charles Dance, Tom Burke, Tom Pelphrey, Ferdinand Kingsley, Tuppence Middleton, Monika Grossman | Duración: 131 minutos

Mank, el último film de David Fincher, llega a Netflix este viernes 4 de diciembre tras un paso fugaz por los cines y convertida ya un éxito de crítica y público. Intentamos diseccionar esta aproximación a la creación del guión de Ciudadano Kane con, por supuesto, plenitud de ¡spoilers!

Con Mank conviene, antes de nada, y por normativa histórica que me acabo de inventar, ponernos en situación. ¿Necesitamos saber de que trata el film antes de proceder a su deleite? Realmente no: el film de Fincher, además de lo que pretende contarnos, ofrece una deliciosa aproximación a los ponderables del Hollywood glamuroso, y a la vez ruinoso, de los años treinta. La primera (o segunda, que hay descripciones para todo) década de la llamada Golden Age y la única sometida por completo a la gloria del sistema de estudios. Si aceptamos que, por narices, Mank dramatiza hechos (y tal vez toma partido sea consciente o no), al terminar este festival cinéfilo uno acude raudo a la wikipedia, o a sus libros, o a donde sea a cotejar con lo ocurrido realmente (inclusive aquello tan excitante de comparar actores con los personajes de verdad).

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Mank, el acortado apellido del guionista hollywoodiense Herman J. Mankiewicz (hermano de Joseph), recibió el encargo de escribir, a modo de script doctor (sin acreditar, vaya), el siguiente film de Orson Welles para una RKO que ofreció ventajas creativas (inclusive derecho sobre el corte final) inauditas por entonces salvo por tema presupuestario. Mankiewicz, convaleciente tras romperse una pierna en un accidente, escribió el guión de Ciudadano Kane antes de que Welles, según afirmó, metiera mucha mano y la autoría quedara en duda hasta el día de hoy. Lo que si es innegable, salvo por el propio Mankiewicz, es que su historia parecía basada en varios personajes e historias que vivió en sus años del Hollywood de los años treinta. En especial sobre el publicista, William Randolph Hearst, y su amante, Marion Davies (inclusive, dicen, el apodo de las partes íntimas de la Davies: Rosebud).

La llamada Golden Age (pongamos desde finales de los años 20 hasta algún punto de los años 50), basada en un tipo de producción que entró en metamorfosis durante las siguientes décadas, ofrece toda clase de historias, mitos a veces, que -en pura joya casi meta referencial- han mutado en revisiones más o menos nostálgicas o más o menos descriptivas, por cineastas de todo tipo. David Fincher, sobre un guión de su ya fallecido padre, Jack Fincher (1930-2003), mezcla dos filmes en uno para mayor gloria (si cabe) de nuestro disfrute. La modalidad de los flashbacks se ofrece como recurso para que el espectador vaya empapándose de la historia que Mankiewicz va dictando a su mecanógrafa y, tal vez, sienta la empatía necesaria hacia la necesidad del guionista de volcar su ira utilizando su arma más preciada: la de contar historias y llegar al espectador a través de la suspensión de incredulidad.

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En el tiempo presente Herman J. Mankiewicz (colosal Gary Oldman: esto huele a premios y tal, no sólo por el empuje interpretativo, sino porque ya sabemos que este tipo de trabajo suele gustar…), aislado en una casa en el Mojave, privado hasta del alcohol (era alcohólico y falleció debido a ello a los 55 años), dicta su guión para Ciudadano Kane a su mecanógrafa Rita Alexander (Lilly Collins bordando, también, su papel; y sí, sería ideal para un biopic de Audrey Hepburn). Por preferir, nos quedamos con los flashbacks, pero en la casa del Mojave los personajes, con escaso margen de maniobra (una cama, unos papeles), viven el lado más directo, menos glamuroso y hasta seco del film. Tal vez por ello Oldman y Collins sobresalen notablemente con su -estudiado- contraste interpretativo. Oldman brilla cuanto más postrado está (cansancio o el alcohol que logra colar en la casa) mientras que Collins debe, claro, llegar al inevitable entendimiento humano con su jefe.

Pero la gloria de este film se encuentra en sus flashbacks de los años treinta introducidos, además, con los preceptos de la escritura mecanizada de guión y saltando escenas con los habituales puntazos en la pantalla. Mediante un ritmo mucho más vivo y teatral Fincher traza una línea clara entre el tiempo presente y pasado, casi, casi, como diciéndonos que es tal y como lo vivió Mankiewicz. Las primeras escenas, como la de Louis B. Mayer dirigiéndose a sus trabajadores para pedirles una reducción de sueldo, o la de la fiesta multitudinaria, respiran un tangible aire de fantasía hollywoodiense, de inmersión en el mito del sistema de estudios y sus potentados líderes que, a la postre, sirven para el guión de Ciudadano Kane. Ni siquiera la política, en los albores del miedo al comunismo, escapa del Hollywood de leyenda: Mankiewicz advierte, con supina inteligencia, que si el estudio ha logrado que nos creamos a King Kong, pueden lograr convencer a la gente sobre su opción política. Un poder, basado en la suspensión de incredulidad, del que Mankiewicz y el espectador tomaran nota al final de la película.

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Fincher se sirve en Mank de transiciones musicales vibrantes (Trent Reznor y Atticus Ross firman la banda sonora), casi en el estilo de Woody Allen, en la recreación de las escenas de mediados de los años treinta. El trasunto vital se eleva, claro, merced al plantel de actores pueblan dichos flashbacks: desde Charles Dance como Hearst, Arliss Howard como Mayer y en especial una arrebatadora, irreal, Amanda Seyfried como Marion Davies. Fincher, que no parece volcar en Mank de demasiada carga emotiva, condensa en dos escenas sublimes las dos relaciones más hermosas del film: la de Mankiewicz y Marion fuera de la casa de Mojave (ese amor platónica al que se refiere su esposa) y la de Mankiewicz con Sara (Tuppence Middleton) cuando el primero le pide su opinión y la segunda, que hasta entonces nos parecía un personaje de triste plano secundario, arremete con una sobria y casi meta referencial propuesta: quiere ver el final.

Mank remata ambos tiempos, flashback y presente, con soberbios momentos pero destaca sobre manera toda la alcoholizada exposición quijotesca de Mankiewicz ante los comensales en una fiesta de disfraces en las que, básicamente, describe su guión para Ciudadano Kane. Un momento culminante que finaliza con la parábola del mono organillero que hiere a Mank y, de paso, sella definitivamente la empatía del espectador hacia ese libreto que su futuro yo está escribiendo en el Mojave.