La emisión durante este otoño de la tercera entrega de la saga iniciada con 1992 supone el broche final de una de las mejores series no sólo surgidas de la factoría italiana sino de la televisión reciente. Un viaje, en clave personal, por la convulsa Italia de la primera mitad de los años noventa en el que lo que menos importa, sinceramente, es la política.
En esta etapa de oro de la televisión, pese a sus altibajos y explotación actual, Italia se ha hecho con un hueco merced a series que destilan no sólo calidad sino un estilo propio. Desde aquella joya llamada Romanzo Criminale (2008), o las más recientes Gomorra (fácilmente la mejor de todas y candidata a cualquier lista del siglo XXI) y Suburra, el país transalpino nos ha regalado un compendio de lo que debería ser esencial en cualquier propuesta: el tríptico inevitable, dirección, guión e interpretaciones, pero por encima de todo una suerte de naturalidad vital que reside en todos y cada uno de los personajes de las series mencionadas. La que nos ocupa, 1992, 1993 y 1994, supone otra muestra de ese toque tan especial y que, en el peor de los casos (remotamente: si la serie no te gusta, que todo es posible), te vas a llevar una experiencia casi vital. Uno mira a esos personajes y están vivos. Son reales.
1992 y sus secuelas nos presentan a varios personajes, a modo individual, de distinto estrato, formación y suerte en la convulsa Italia de los primeros años 90: un publicista de alto nivel, Leo Notte (una suerte de Don Draper de la publicidad italiana), interpretado por Steffano Accorsi (co creador de la serie); una prostituta de lujo, Veronica Castello (Miriam Leone), superada por las circunstancias; un policía enfermo de SIDA, Luca Pastore (Domenico Diele), reclutado por el grupo policial Manos Limpias en su lucha contra la corrupción; y un hombre perdido, Pietro Bosco (Guido Caprino), cuya vida da un giro inesperado cuando ayuda a político de la Liga Norte. Todos ellos, sin saberlo, inician un camino en el que serán piezas clave del devenir político de un país en el que asoma un candidato surgido del mundo empresarial: Silvio Berlusconi (Paolo Pierobon).
El viaje que uno emprende con 1992 y sus secuelas se torna no sólo gratificante por sus cualidades dramáticas sino plenamente entretenido: cada temporada propone una fórmula distinta. La primera, 1992, es la más personal de todas (y probablemente la mejor); 1993 mezcla lo personal con lo político a medida que los personajes ascienden en cuota de poder e influencia; 1994 es ya abiertamente política, casi terreno House of Cards, pero con la ventaja de que los personajes están ya sobradamente presentados por lo que el equipo creativo puede desarrollar sin trabas ese descenso a los infiernos tras ascensión meteórica social y política vista en los dos años anteriores
Sin embargo lo que uno devora cuando disfruta de 1992, 1993 y 1994, lo que te lleva a ese estadio en el que deseas seguir viendo episodios, y lo que -sobre todo- tiene números de convertirse en una serie que vas a recordar toda tu vida, es el factor personal. Tal vez no emocional, debemos conceder, porque la serie se viste de cierta contención en las emociones (en línea con el imperturbable personaje de Leo Notte), pero sí en el factor vital: ese don italiano para proveer a los personajes de una inmensa vitalidad, una suerte de interpretación natural, creíble, hasta niveles en el que la calidad de la interpretaciones se ve mezclada con la sospecha de que los actores incorporan parte de su propio carisma en ello. En este particular destacan especialmente Miriam Leone y Guido Caprino como Veronica y Bosco: dos personajes irresistibles, maravillosamente imperfectos e incapaces de desprenderse de su pasado. Pese a llegar a lo más alto, siempre, siempre, el mundo estará ahí para recordarles de donde proceden. Lo certero de esta maldición social da fe la habilidad de 1992, 1993 y 1994 en conectar lo personal con tramas de altos vuelos políticos.
En lo formal casi entramos en terreno de lo innecesario: huelga decir, por experiencia con otras series italianas, que es un auténtico festival. La ambientación de 1992, 1993 y 1994 es espectacular pero alejada de esas tonificantes recreaciones de las series estadounidenses. Peinados, ropa, coches y música (que no suena gratuitamente sino cuando lo requiere el momento o el lugar) y hasta la fotografía (truco visual que ya utilizaban en Romanzo Criminale) te llevan a esos años de un modo que, a más de uno, podrían colarle que la serie se rodó, realmente, en la primera mitad de los años 90. Pues eso, que ¡Forza Italia!