En el papel, el día en la Berlinale no pintaba muy bien. La ventana aparecía con gotas y el gris típico de este eterno otoño, que no el típico invierno berlinés de finales de febrero, era más cargado que en los días anteriores. Somos animales fascinados por las rutinas, esas que luego nos pasan factura, y por ellas el desayuno fue el mismo que el día anterior. Sánduche, huevos y cereal antes de salir y sentir el frío, 4 húmedos grados.
Esa misma rutina que me mandaba hoy en el calendario a quedarme en la sección principal de la Berlinale, por más que los nombres Benoít Delepín y Gustave Kervern solo me dijeran “una película francesa sin Isabell Huppert en Berlín” y “Juan, has sido un vago y no has leído nada de este par de personajes”. Entonces, a ciegas partía a las 8.00 a Gran Hyatt, para recoger el cargador de mi celular que había dejado tirado en un toma el día anterior. Ahí estaba, lo tomé, y de paso busqué qué películas podría pedir boletas para la tarde y el martes. Lo gris seguía dominando mi mañana.
Effacer L’Historique
Y como las tragamonedas, la suerte aparece y algunas veces te premia. Así, sin haber hecho trabajo previo llegué a esta tan delirante como cruda comedia que desnuda en el apego tecnológico y radiografía el “hermoso” y patético mundo que nos inventamos para ser felices. Tres vecinos de algún ultramuro francés que como vos y como yo andan fracasando en el maremagnun tecnológico. Una inútil e incompetente mujer con un video porno en la nube buscando evitar que su hijo la “guglee”. El otro, un incapaz de escapar de alguna promoción telefónica y defendiendo de pésima manera a su hija del matoneo electrónico. La otra, una adicta a las series que como consecuencia termina conductora de Uber a la que siempre le dan una estrella después de cada servicio. Y las llamadas de 0.11 centavos el minuto, las oficinas de entregas o de bancos a las que debemos enfrentarnos presionando botones para hablar con máquinas, trampas de burocracias electrónicas en los contratos, likes y mensajitos de texto.
El trabajo de los franceses no deja títere con cabeza, y nos disculpa, un poco, de nuestra adicción a las pantallas, puesto que todo el tiempo vemos cómo es lo que está detrás de estos epítomes vitales llamados teléfonos inteligentes. Es más inteligente y más rápido que nuestra capacidad de lectura de la realidad que estúpidamente hemos llegado a construir en la frenética búsqueda de comunicación y felicidad.
Schwesterlein
Stéphanie Chuat y Véronique Reymond son dos directoras suizas que se estrenaron hace una década en Locarno con Das kleine Zimmer. Un trabajo en el que hablaban de un mundo que sigue adelante en tanto se lidia con la vejez y los cuidados necesarios para cuando lleguemos a ella.
En My Little Sister Lisa, Nina Hoss es la esposa en medio de un hiatus profesional como escritora de teatro en Berlín. Ella y su familia viven en Suiza, su esposo, Martin (Jens Albinus), dirige un prestigioso colegio internacional. Sven (Lars Eidinger) es el hermano mayor de Lisa, nació dos minutos antes, está en un tratamiento contra el cáncer y Lisa se ve resuelta a encargarse de él y de volverle a encaminar.
Berlinale 2020: Día 3. Undine, ¿quién no se enamora de una sirena?
En general, me choca tanto la pornomiseria como las versiones de los ricos también lloran porque usan el mismo efectismo, los mismos trucos para conmover. Claro que vivir tiene cosas duras, para todos por igual y solo el que tiene la gotera sabe como es que la sufre; pero las directoras esperan el momento ideal para que suenen las notas melancólicas del piano mientras rueda por la mejilla de la chica un lágrima solitaria. Un desatino y una frustración enorme no haberme podido echar una siesta durante las 100 minutos que estas directoras se emplean a fondo en hacer que sus dos protagonistas se empleen a fondo, y bien que lo hacen, en el manejo de todas las expresiones de los sentimientos humanos. Y muy poco más.
Siberia
En Tommasso (2019) Abel Ferrara se esforzó en explicar que no era una ficción y menos un documental autobiográfico. Se filmó en Roma, en su casa, con su esposa y su hija, y su alter ego, Willem Dafoe, era el protagonista que encarnaba a un director que estaba escribiendo…
¿Siberia? A don Abel se le soltaron los caballos. O para ser más precisos los perros. El de Nueva York hace su versión de La Divina Comedia en un trineo jalado por cinco perros. Un viaje deslizante, que se oye por lo bajo, sibilino y lleno de cavernas y resquisios, de dolor y delirio. Violenta y pesada, cómo no, pero tan deliciosa de ver como inquietate, y con largo buqué que me ha llevado a pensar que la conversión al budismo no le logró quitar al director la afinidad con el dolor físico como medio de curar los pecados espirituales tan presente en el cristianismo.
Dafoe, que sigue puliendo la enorme gema que es su paso por el ecran, es padre, es hijo. Es un hombre que se cuestiona por sus errores, que a veces los esquiva, malamente, que a veces los mira devorarlo como un oso hambriento. Es un hombre que busca también la fuente de sus fallos. ¿Son heredados, son propios? No sabemos, y poco importa, pues, lo que hay es que cargarlos. Vemos a este padre bailar con su hija en un solsticio de verano con tanta alegría como con una enana gorda. Y le vemos tener sexo con una embarazada, y salta el recuerdo de Von Trier, y esto no le quita ni ápice de mérito a esta «autobiografía». O mejor, a este viaje fantástico por la soledad autoinflingida y la fantasmagórica realidad de las trampas de la memoria dentro del juicio que cada uno se va haciendo cuando el cuerpo se cansa.
Como el mío, que delira por una cerveza y echarse a dormir temprano; pero ay, que la fiesta de no se quién y de no sé quién más. Y, los cristianos lo sabemos, la carne es débil.