Hoy ponemos el ojo clínico en la poderosa Sinónimos, obra que se hizo con el Oso de Oro en la pasada edición de la Berlinale, y que promete escandalizar a nivel formal y contemplativo.
Que Nadav Lapid es un tipo atrevido, y desafiante, es algo que ya sabíamos. Pero el grado de valentía, riesgo e inteligencia, en forma de crítica voraz y sin bozal, es cuanto menos, encomiable. No sorprende a nadie, que Sinónimos, se llevase el Oso de Oro en la Berlinale de 2019. Estamos hablando de una cinta de fuerte contenido social -que todos sabemos lo que gusta esto en ese festival – pero a través de un grito desesperado de una voz que se avergüenza y se siente aprisionado por sus propias raíces.
Como si de una especie de autobiografía filmada de forma apabullante se tratase, Lapid nos sitúa en la piel de Yoav, un joven israelí que huye de su país, su pasado, y su historia, motivado por el asco que le genera todo lo que tiene que ver con su patria. De este modo, el israelí plantea una tabula rasa en la que el personaje -literalmente desnudo – es un lienzo en blanco con el que empezar a esculpir una nueva realidad. Aterriza en París, el arquetipo europeo de la multiculturalidad, la progresía, y la tolerancia. Pero rápidamente, vemos que las idealizaciones sociales, son tan tramposas como los odios viscerales basados en la experiencia.
Así, la película avanza poco a poco mostrando diferentes formas de segregar a la población, desde los ojos de alguien que quiere aprender. Lleva su cuaderno de sinónimos, porque necesita expresar en otra lengua, todo lo que no puede decir en la suya. Es su vía de liberación. La de adoptar un ideal de manera filosófica, como contra punto a lo que odia. O dicho de otra forma, construir una persona, con los elementos opuestos a lo que realmente eres.
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Aquí es cuando, la película, arriesga de forma bastante evidente. No solo por la crítica directa y sin tapujos a todo un país y las vacas sagradas del mismo – como es su ejército -, sino por no recurrir a una estructura narrativa clásica o convencional. Es una película que constantemente te descoloca, te sorprende, y te ubica en lugares extraños. No es rara persé, pero si que da la sensación de estar ante una obra caótica desde la concepción básica del guion, si tomamos como plantilla, el férreo guion clásico norteamericano.
Pero esto, lejos de parecerme un problema, me parece que forma parte del fondo y la forma de la obra. La manera más correcta de hablar de un personaje desubicado, perdido, y con lagunas mentales. Saltar de un punto a otro sin dar explicaciones. Eso es lo que hace Yoav durante toda la película.
Y es en este punto, cuando empieza a rezumar ese aroma a metacine francés de los años 60. Que la Nouvelle Vague es una inspiración para Lapid, es evidente, pero si concretamos aun más, es en Godard en quien vemos la mayor evidencia de todo esto. No solo por esos clásicos diálogos secos, en los que se intenta luchar contra lo pomposo y extraordinario del cine norteamericano clásico, sino – y sobre todo – por sus momentos formales extravagantes.
Vemos momentos de cámara en mano -sin estabilizador – muy del estilo de aquellas primeras películas indies del cine francés, -aunque también, podríamos remitirnos al eterno Cassavetes-, pero hay ciertos puntos en la película, en los que vemos auténticas virguerías visuales, que rompen absolutamente con la planitud de la película, pero que sirven como descripción en de forma catarsis abstracta y emocional del personaje. Virguerías en forma de pseudo travellings laterales – similares a lo que ya hizo Godard en Le Mepris (1963)-, pero actualizados a las formas de hoy en día. En cierto modo, Lapid, conecta mediante estos movimientos, estados de ánimo totalmente opuestos, como puede ser sentirse desorientado en una gran ciudad, o sentir gratificación por el buen trato de unos desconocidos.
La película, es un caos, porque el personaje principal, lo es. Es un ejemplo de cómo forma -tanto visual, como estructural – esté delimitado por la historia que quieras contar. Esto, hoy en día, es un riesgo absoluto, y más sin añades una capa de frialdad en la historia con la que muchos espectadores no van a conectar. Pero también es un ejercicio de determinación, originalidad, y valentía, que creo que merece la pena aplaudir sin ningún tipo de dudas. Un justo Oso de Oro.