Paul Thomas Anderson nos trae de vuelta su particular mundo con Licorice Pizza, un coming-of-age setentero llena de personajes únicos y capítulos memorables.
La fiebre nostálgica que nubla la visión de Hollywood nos ha traído algunas de las experiencias cinematográficas más frustrantes de los últimos años. Tarantino malgastó una de sus últimas balas con Once Upon a Time in… Hollywood, mientras que Edgar Wright ha decepcionado con Last Night in Soho. Más acierto tuvo Drew Goddard, autor de la notable Bad Times at the El Royale. No hablamos de directores del montón, sino de autores consolidados que convierten cada estreno en un acontecimiento.
Si hablamos de maestros del cine contemporáneo, hablamos de Paul Thomas Anderson. El director de genialidades como Boogie Nights, There Will Be Blood o The Master lleva más de veinte años siendo el mayor referente del nuevo cine americano. Cada película suya no es solo un acontecimiento, sino un motivo de alegría por parte de cualquier espectador que se precie de valorar el cine. Es por ello que el estreno de Licorice Pizza, nuevo intento de un director por traernos de vuelta un mundo que muchos de nosotros conocieron, pero que para algunos es desconocido de primera mano.
Licorice Pizza es Paul Thomas Anderson, y eso es lo único que se le tiene que exigir a un film de autor. El mundo en el que viven sus carismáticos personajes es el mismo que el de Inherent Vice, Boogie Nights o Magnolia. En esta ocasión, lo conocemos a través de un dúo protagónico que nos demuestra que aún existen las historias de amor originales. Alana Haim y Cooper Hoffman tienen química, pero una que brilla por su extrañeza. No estamos ante la típica pareja glamurosa y bella, sino ante dos personajes normales y corrientes, como si de dos viandantes cualquiera se tratase.
Las situaciones que ambos personajes van viviendo a lo largo de Licorice Pizza nos recuerdan lo gran creador de historias que es Paul Thomas Anderson. Los personajes de Sean Penn, Bradley Cooper, Benny Safdie, Tom Waits o John Michael Higgins son desternillantes, únicos y puro PTA. Lo mejor de la locura que reina en cada «capítulo» es que en ningún momento se descontrola. Todo funciona cuando tiene que funcionar.
Que de una hornada tan talentosa como la noventera, Paul Thomas Anderson se haya desmarcado como el alumno aventajado es histórico. Sus películas no serán ni las famosas ni las premiadas, pero nadie puede cuestionar que son la pura esencia del cine. El cine norteamericano jamás caerá en la irrelevancia mientras autores así sigan regalándonos sus mundos.