Tras el rotundo éxito que supuso la primera parte del universo The Conjuring, Warner Bros. Pictures armó toda su maquinaria y nos brindó la descafeinada Annabelle, un descalabro firmado por el director de fotografía de la notable Expediente Warren, John R. Leonetti, que no cuajó entre los fans que un año antes salieron angustiados de las salas.
Tradicionalmente, cuando una saga irrumpe con una prometedora primera parte y obtiene unos buenos resultados en salas, se suelen dar una serie de variantes en función de muchos factores. Estas tradicionalmente son: 1.- Unas secuelas decepcionantes. 2.- Unas secuelas a la altura. 3.- Unas secuelas decepcionantes y unas quintas o sextas partes que recuperan la esencia de la original. 4.- Todo se va al garete e Internet se llena durante los siguientes tropecientos años de: ¿será el año de la secuela de [introduzca saga a convenir]? En el caso del prometedor universo originado con Expediente Warren ocurrieron un conjunto de variables que hicieron temer a más de uno si ir al cine era una buena o mala acción; y es que, a pesar de que la secuela de The Conjuring –The Conjuring 2: El Caso Enfield– estuvo casi a la altura de la original, la adaptación de Annabelle fue un bomboncito del que hoy me gustaría hablaros.
Y no, no me refiero a que lo saborease como un niño de ocho años.
Annabelle comenzaba con una secuencia ruda, directa, atrevida y arriesgada que nos apretaba las tuercas contra el sofá de forma sorprendentemente buena pero, de lo contrario, sorprendentemente mala en términos estructurales. ¿A quién se le ocurrió que era buena idea desvelar gran parte del meollo en los primeros veinte minutos? Annabelle no tiene reparos en liberarse de toda su dosis de misterio en cuanto le pesa un poco y convertir la cinta en todo un tren de la bruja hacia el que no sabemos muy bien dónde quiere ir a parar. ¿Una cinta de muñecos diabólicos donde el muñeco diabólico apenas cobra protagonismo? ¿un muñeco diabólico que pierde su misterio apenas es presentado?
Los que os hayáis criado en aquellos dulces 90 recordaréis aquella mítica serie antológica, Pesadillas, que tenía uno de los villanos más icónicos de todo el cine de Terror adolescente de la época: Slappy, el muñeco viviente. Aquel señorito tenía mala baba, voz chirriante, un humor en ocasiones casposo y, sobre todo, una dosis de misterio que John R. Leonetti no ha sabido impregnar en su particular visión de Annabelle. Esto provoca que la trama gire no muy bien -más bien, bastante mediocre- entre lo que parece una muñeca poseída, un fantasma malhumorado y otro ser del quinto infierno que juegan al mítico JumpScare en cuanto tienen ocasión. La película rezuma clasicismo en la forma de construcción de Terror y no innova en prácticamente nada en términos formales. ¿Dónde quedó aquella dirección de fotografía de Expediente Warren, Leonetti? ¿Por qué todo es tan absolutamente metódico y poco arriesgado?
Es una auténtica pena porque el personaje tenía potencial para gozar de una historia aterradora e interesante a partes iguales, y es que no debemos olvidar que la muñeca Annabelle existe en la realidad y atesora un pasado que pone la piel de gallina. Quizás con algo más de tiempo, trabajo y esmero estaríamos hablando de una cinta que cumple de principio a fin; pero, en vistas de lo sucedido, la sensación de defraudo es constante una vez que termina la primera treintena de metraje.
No me quiero despedir sin hacer referencia a dos cuestiones que considero fundamentales a la hora de crear Terror: 1.- la belleza en la dirección. 2.- La tragedia en la trama. Un director debe tomar un camino premeditadamente marcado si quiere destacar dentro del género y componer una buena película. Aquí no valen las medias tintas. Si diriges ‘sucio’, mantente en la línea hasta donde puedas/quieras; si, por el contrario, prefieres hacerlo de una manera más sofisticada en término formales, sé fiel a la hora de aumentar la tensión. No son pocas las películas que comienzan narrando de una manera elegante y en cuanto todo se desmadra pierden los papeles y la unidad en el estilo, convirtiéndose en una Casa del Terror mediocre. Annabelle, por desgracia, es un ejemplo de esto y algunas secuencias (concretamente, una) son casi de juzgado de guardia por el desbarajuste en la dirección. Pero, de todas formas, si a esto le acompañase una dosis de tragedia que nos hiciera temer al villano nos mantendríamos en la butaca, pero ni por esas. Toda la película transmite el aroma de happy ending que arranca bostezos por doquier, y no es para menos. ¿No suena a broma que nos aburriríamos con Annabelle? Pues diría que es más complicado incluso hacerlo mal que bien.
En definitiva, Annabelle es una película mediocre tras su sorprendente inicio que combina un par de sustos correctos con un desbarajuste de tres al cuarto. Ni la muñeca aterra ni el resto tampoco, ya que todo desprende un aroma a rancio y tradicional que me pregunto por qué continúa en vigor con las auténticas delicias del género que estamos disfrutando últimamente. Afortunadamente, tres años después, un tal David F. Sandberg -director de Nunca Apagues la Luz y un porrón de cortometrajes muy interesantes- pondría algo de cordura y le otorgaría al personaje una parte del respeto y la dignidad que se merece.
Pero, por desgracia una vez más, eso lo veremos en la siguiente ocasión. Si te ha gustado este artículo, ¡compártelo!