Berlinale 2020: Días 8 y 9. Y el ganador es…

Berlinale 2020

Y el cansancio se hacía presente. Comer poco y mal, dormir poco, y pasar muchas horas del día sentado en la butaca sin poderse mover mucho pasan cuenta de cobro. La verdad es que para este viernes de Berlinale ya daba gracias de que se llegara al fin el siguiente día. Además, sentía que lo que había venido a ver ya me lo había metido por los ojos, con sus más y menos. Se sentía también las ausencias de los muchos que habían abandonado el barco ya. La misma programación, desbocada de estrenos en los primeros días, apenas ofrecía una película en competencia. Una bronca que le echo al festival, ni siquiera ofrecía muchas oportunidades de recuperar en otros pases películas de esos primeros días. Como si el banquete se hubiese acabado y quedaran solo restos. 9:00 para ver el documental del director camboyano Rithy Panh, nominado al Oscar en 2013 por l’image manquante.

Irradiés

Dividida en tres, la pantalla nos muestra la misma imagen. Una especie de modelo de casa a escala que se va montando sobre una toma de una ciudad devastada. Por contexto se infiere que es alguna de las japonesas bombardeadas atómicamente. La voz en off lo confirma. Para continuar el documental en una compilación de los horrores que el hombre ha sabido cometer contra su misma especie. Y aunque muchas imágenes son de las aberraciones nazis, también aparece Mao, y tímidamemente Stalin. Y no es que deba haber paridad, como en los géneros, sino que debería la misma izquierda y sus artistas empezar a desligarse de matones pertenecientes a esa ideología. El negacionismo no sirve a nadie, digo. Y ese no es el pero grande, es más bien la absoluta falta de equilibrio por cuando más que llamado a la reacción, este documental paraliza con su estruendoso “no hay nada que hacer”. No hay salvación. Son ochenta y ocho minutos de malestar, de pieles pegadas a los huesos, de cuerpos mutilados y amontonados, de bombarderos en su horripilante tarea, de trincheras. Y el poquísimo ánimo que detentaba se acababa de ir como la mínima fe que tenía en nosotros. Si eso le hacemos a nuestros semejantes, ¿cómo imaginar un resquicio de esperanza para los demás seres vivos que cohabitan este espacio?

Charlatan

Una gloria del cine polaco volvía a decir presente en la Berlinale: Agnieszka Holland. Desde Europa Europa en 1990 pasando por In Darkness en 2011 hasta la extraña Spoor en 2017, ella ha estado activa y brillante más allá de sus estupendas colaboraciones como coescritora con Kieslowski o sus inicios al lado de Wajda. Holland llega a presentarnos la vida de Jan Mikolasek, un yerbatero muy famoso en Checoslovaquia. Un curandero con el toque divino de ver la enfermedad a través de la orina de sus pacientes y de obtener el elixir de la salud con sus yerbas. Un trabajar incansable por ayudar a los demás. Un déspota, un desconsiderado, un egoísta. Eso son los matices del protagonista, además de su vida íntima que comparte con su asistente. La película se desarrolla en la exploración de estos vericuetos humanos, donde la sexualidad reprimida y su vivencia son lo mejor del filme, mientras pregunta por las relaciones entre lo privado y lo público. Y aunque cumplidora, la película deja cierto sinsabor al verla cuando el personaje luce desalmado y maniqueo dentro de su pragmatismo y utilitarismo.

Y el día noveno de Berlinale concluyó con una buena comida. Ya era hora. 180 g de carne de vaca argentina en termino medio cruda con papas y ensalada y cerveza. Irme caminando hasta el hotel y con la cabeza en la película de mañana. Una llegada de Irán, de un director que dejó su silla vacía al estar detenido en su país. De Mohammad Rasoulof (el mismo de la bestial y conmovedora Lerd, 2017) llegaba con Sheytan vojud nadarad (There is no Evil).

Berlinale 2020: Día 7. La lentitud como posición política

There is no Evil

Extrañamente había logrado un excelente lugar en el Friedrichstadt-Palast, un hermosísimo recinto de 200 años —cerrado y reconstruido en su totalidad en los 80— con capacidad para casi 2000 espectadores en un edificio que parece diseñado por algún arquitecto de ciudad gótica. El ambiente en la Berlinale estaba caldeado de Oso para mí, porque sostenía que si la película cumplía con unos mínimos, el empujón se lo daba la condición de prisionero político del director, sumado al señalamiento del mismo tratado en ella: la pena de muerte en Irán y su tiránico régimen. Cuatro diferentes historias cuyo punto en común es que ellos son verdugos. Heshmat, amoroso padre de familia; Pouya, forzado por el sistema a cumplir su “deber” (léase asesinar a otro); Javad, cuya obligación repercute de manera impensada en su entorno familiar; y Bahram, médico con un secreto guardado por veinte años. A través de sus reacciones, de sus ausencias mentales, de sus dolores y de sus maneras de lidiar con su “trabajo”, el director se queja frontalmente contra la pena de muerte en su país, un castigo al que, según el filme, se llega con facilidad. En el trasfondo, las preguntas filosóficas sobre el bien y el mal y el quién fija esas fronteras y cuáles son los lugares y formas en las que se permea. Y por supuesto, el peso de la verdad, cuando se sabe que como dice Sabina “nunca te mentí más que por no hacerte sufrir”.

Y la película es buena, es una buena ganadora también del Oso de Berlín en su edición, su gran edición, setenta. Y en la platea no se quedo a gusto, sin embargo. Nadie discute las calidades de Mohammad Rasoulof, tampoco las de este trabajo; más habiendo otras propuestas, de seguro iban más al corte con lo visto durante estos diez días, hubo un sí, pero no así que recorría el no tan frío aire de este febrero en Berlín.