CUANDO SE RECURRE AL HUMOR ES PORQUE HAY ALGO MUY GRUESO PARA TRATAR. QUE MEJOR QUE LAS PALABRAS DE MAREN ADE (TONI ERDMANN 2016) PARA DEFINIR EL OTRO LADO DE LA ESPERANZA, QUE NOS PRESENTA EL MAESTRO FINLANDÉS AKI KAURISMÄKI.
Un hombre y una mujer en una cocina-comedor, apenas se miran cuando él deja el anillo de matrimonio para tomar una maleta y partir. El ambiente es oscuro, pesado, enrarecido, y no por el humo del cigarrillo. A pesar de lo anterior el histrionismo de los actores, y lo insólito para cualquier latino de sangre caliente, esa primera escena nos saca una sonrisa. Así planta bandera Aki Kaurismäki (Le Havre, 2011) —¿la mejor película de lo que lleva esta década?—. El Otro Lado de la Esperanza (2017) (Toivon tuolla puolen) es la segunda entrega de tres películas que el finlandés prometió hacer dedicadas, ahora, a la migración.
Dos tipos que se cruzan en un basurero finlandés tratando de soltar amarras de su nueva vida. El emigrante es Khaled (Sherwan Haji), que acaba de llegar huyendo de la guerra en una travesía que lo trajo desde Siria y por la cual le ha quedado el buscar a su hermana en el oriente europeo. El local es Wikström (Sakari Kuosmanen), un tahúr que acaba de cambiar muchas cosas en su vida y ahora es restaurador. Los dos primeros encuentros son poco amistosos, y a pesar de los violentos resultados, este es uno de esos que algunos definen como lento. Más allá de los gustos de unos y otros, tal vez esa es la parsimonia de la que acusa el director finlandés a la reacción europea en esta crisis migratoria.
La mayor gracia de El Otro Lado de la Esperanza es hacer de una película bonita, una película buena y llena de significados. Una que se aleja de mostrar héroes, y que más bien llega a desvelar la humanidad no como patética e inútil cuando se hace conjunto —por poco cohesionada y sin rostro—; sino como ese algo que tenemos dentro. Ese conjunto de sentimientos que afloran cuando vemos a otros seres en situaciones comprometidas.
La solidaridad y empatía van más allá de las barreras que impone el lugar donde nacimos. Cultura, idioma y religión se ponen de lado cuando Kaurismäki, con sus habituales trucos, que no por ello aburridos, se dedica a mostrarnos que más allá de cargar cada uno su cruz, echarle la mano al otro y rescatarlo deja normalmente un buen sabor. La paleta de colores definidos e intensos, muy oscura y de alto contraste apoya tanto el discurso lúgubre del film, como la calidez de las acciones a las que se ven abocados los protagonistas cuando el director pone la crisis en la palestra, y no en la televisión.4
Un intento áspero, seco, porque así es el humor de la obra, de explicar que los prejuicios nacieron de algún lugar, y que nos hacen diferentes en tanto que no nos quitan humanidad. Somos iguales a ellos subraya este trabajo cuando nos igualamos todos en motivaciones.
Y allí es donde el escandinavo pone la esperanza. Como también en la comicidad. Porque aunque aquí nadie ríe, los filmes de este autor sacan risas a los que los ven. Sus personajes padecen, pero lo saben llevar. “No se te ocurra sonreír en la calle, pensarán que eres un loco” Le dice otro inmigrante, iraquí, a Khaleb, en uno de los espartanos diálogos, cuando este debe hacer algunas cosas. Los diálogos podrían parecer escasos, pero no hay una palabra de más. Como cuando el oficial que recibe el pasaporte de Khaleb al pedir asilo y este le hace el típico comentario inútil de dependiente: “Tranquilo, no se preocupe. No es usted el primero”.
Aquí no hace falta los silencios incómodos: para qué hablar si no hay nada que decir. Y las situaciones se hacen desternillantes.
Porque más allá de cualquier otro asunto, de que irse y quedarse sea tan complicado, El Otro Lado de la Esperanza habla del miedo a la diferencia y el daño que nos hace. Occidente, el Primer Mundo, se cierra, se bloquea y mira de lado. Kaurismäki insiste, y la moneda de cambio en el filme para exponerlo es, más allá del vestuario, la musicalización. Por supuesto minimalista, pero compleja. Blues negro de EUA cantado por una banda local, tangos finlandeses, Khaleb que toca un instrumento de su región. Todo necesario para seguir arrancando un buen momento en medio del lío.
La Berlinale 67 supo premiar al finlandés en su primera visita a Berlín, el Oso de Plata a mejor director dejó en la platea un buen sabor en la boca. Una película deliciosa, potente, atrevida y fuerte. Parafraseándole: el cine no cambia nada, no sirve para nada, pero tal vez el par de personas que vean este filme puedan sentir esa humanidad dentro de sí.