The Breakfast Club, o el Club de los cinco, como se la conoce en nuestro país, tiene el honor de ser probablemente la comedia juvenil mejor valorada de toda la década. Todo un hito escrito y dirigido por el autor más influyente en el género: John Hughes.
Esta sección iba a llevarnos, tarde o temprano, a John Hughes. Es físicamente imposible hablar sobre las comedias juveniles de los años 80 sin mencionar al guionista y director más prolífico del género. Tras unos inicios como guionista en comedias algo más ligeras hizo su debut como director en la estimable y alocada Dieciséis velas (1985), en la que dirigió a dos de los futuros actores de The Breakfast Club. De hecho fue su siguiente película y, sin duda, su obra más apreciada e influyente.
Cinco alumnos reciben el mismo castigo: pasar el sábado 24 de marzo de 1984 en el instituto Sherman de Chicago. Los cinco responden a cinco estereotipos sociales del momento: el deportista, la princesa, la rara, el empollón y el delincuente. Un profesor con malas pulgas y un conserje, amén de la fugaz aparición de los padres cuando los llevan y recogen del instituto (con cameo del propio Hughes), serán los únicos adultos que veremos en un film que se erige como un estudio de personajes que no precisa de más decorado que la -enorme, eso sí- biblioteca del instituto. The Breakfast Club podría haber caído fácilmente en el aburrimiento, o cuanto menos en la falta de interés ante una historia que tarde o temprano sería carne del paso del tiempo. En absoluto: dirección e interpretaciones, bajo la dirección de Hughes, convierten este film en uno de los más reconfortantes e imperecederos de una década plaga de films que quedaban anticuados a mayor gloria de la efusividad estética y social del momento.
John Hughes no juega con ninguna carta maestra. No hay trucos. La fórmula se revela en las primeras escenas: el profesor al cargo, Vernon (Paul Gleason), juzga a los cinco chicos con la misma carga de estereotipo que -en algunos casos de forma cuidadosa- emiten ellos mismos y, aún más, con la misma frialdad con la que se juzgan entre ellos. Hughes no pierde el tiempo en señalarnos si son o no conscientes de ello. Aunque durante el film, cuando los sentimientos (con ayuda de un poco de droga) afloran y conocemos que todos ellos viven metidos en un papel que la sociedad les ha asignado, The Breakfast Club emite una nota triste en este particular: todos parecen entender que ese estereotipo, esos disfraces, es demasiado potente para romperlo tras un horas conviviendo con quienes creían que eran unos cretinos. The Breakfast Club señala el problema con sobriedad y atrevimiento pero eventualmente nadie va a salir de ese castigo reconvertido por completo en otra persona.
The Breakfast Club triunfa, y se vuelve un clásico para revisar a menudo, cuando los personajes empiezan a conocerse entre si, venciendo esos estereotipos y a la vez (y ahí radica la genialidad del film) comprendiendo porque deben aprender a convivir con ello. Contarse toda la mierda de sus cortas vidas inicia la catarsis: son simplemente adolescentes metidos en distinto pelaje social. Una situación casi carcelaria les ha abierto los ojos. Y, por supuesto, siendo este un film que agradece tanto una revisión periódica, el camino es una delicia.
Desde la presentación (cuidada en detalles fáciles pero claves como el tipo de coche que conduce cada progenitor, la ropa, lo que llevan para comer…) hasta el desencadenante que les conducirá hacia esa epifanía colectiva: es John Bender, el delincuente (Judd Nelson, notablemente divertido, absolutamente creíble como cretino herido), quien inicia el club merced -paradójicamente- a sus propios prejuicios: ataca a la princesa (Molly Ringwald, musca del director y mito personificado de los años 80), al empollón y al deportista con todo el arsenal de tópicos (que en buena parte son ciertos) que encuentra. Y sigue siendo Bender quien, con sus acciones (delictivas, genial Hughes), avanzan el film por los estadios en los que el grupo empezará a conocerse, a quererse y finalmente a formar ese club: la persecución con los pasillos del instituto, el momento de la comida y sobre todo el pequeño viaje emocional que emprenden merced a las drogas, con el famoso baile y las confesiones personales.
The Breakfast Club no es un film cómodo: uno sabe que al lunes siguiente, aunque probablemente se saludarán por los pasillos, será algo frío, lejano. Tal vez no van a poder desprenderse de su vestimenta social pero, por dentro, han logrado vencer esos tópicos, han ganado amigos y presumiblemente han nacido dos relaciones (sí: Hugues se reserva la carta realista y el empollón se queda sin chica).
Los pocos peros de The Breakfast Club pueden disculparse por la época en que se escribió y rodó (con notable improvisación, por cierto) porque, pese a todo, hablamos de un film de hace 35 años: la facilidad con la que Bender acosa sexualmente a Claire (Molly Ringwald escribió hace un tiempo sobre como ve ahora su participación en el film) o esa noción, ahora pasadísima, de que Allison necesita maquillaje y un nuevo peinado para mejorar (de hecho hoy en día resultaría la más interesante ya de entrada). Un par de polémicas (incómodas, cuanto menos la primera) en un film absolutamente imprescindible y que, salvo pormenores estéticos (y aún así… Podría haber sido mucho peor), derrota su propio género, década y demás para convertirse en una pequeña obra maestra por si misma.