“Anoche soñé que volvía a Manderley”. Con estas palabras nos da la bienvenida Rebecca, resultando novedosa desde el primer momento al ser una de las primeras películas que utilizaba la narración con voz en off.
Rebecca fue la primera película de Hitchcock en Hollywood, un mundo al que el británico llegaría casi arrastrado por el productor David Selznick, quien acababa de subir a las más altas cumbres del reconocimiento tras el éxito de Lo que el viento se llevó. En aquel momento, muchos se preguntaron si el estilo británico y el peculiar “toque” de Hitchcock conseguirían sobrevivir y “cuajar” en el mundo Hollywoodiense, algo que quedó total y absolutamente aclarado cuando Rebecca vio la luz y se llevó 11 nominaciones a los Oscar (cuando estas tenían un valor mucho más significativo del que tienen hoy en día), ganando dos de ellas: Mejor Película y Mejor Fotografía en Blanco y Negro.
La película, adaptada desde la novela de Daphne Du Maurier, es quizás un ejercicio algo atípico para Hitchcock, en términos de que carece de su característico humor sarcástico y, por supuesto, se encuentra bastante alejada de los más puros thriller y suspense de sus títulos más reconocidos. Rebecca es un animal muy particular y bastante adelantado a su tiempo: en ella se entremezclan el folletín, una suerte de drama-thriller neogótico y un retorcido cuento de hadas.
Del mismo modo que la cinta une diferentes géneros en un ejercicio de innovación para la época, también consigue unir en sus entresijos dos características importantísimas y definitorias: es visualmente preciosa y tiene una psicología profunda y llena de matices y sutilezas. Sobre lo primero, baste decir que posiblemente sea la película más bonita de Hitchcock. Ya sea en los planos más abiertos de la imponente Manderley o en los primeros planos de los protagonistas, Hitchcock no regala en esta película una hermosura neo gótica que se quedará en nuestras retinas y memoria para siempre.
En cuanto a la profundidad psicológica de la película, resulta realmente sutil e inteligente. Hitchcock tuvo que hilar muy fino con varios aspectos de la película para conseguir dotarla de los detalles apropiados y sortear al mismo tiempo la censura del Hollywood del momento. Aunque Rebecca se mantiene bastante fiel a la historia original de la novela, sin duda Hitchcock consiguió llevarla a un terreno completamente diferente. Podría decirse que la novela aportó la historia, pero Hitchcock aportó el espíritu.
Uno de los aspectos psicológicos más interesantes de la película podemos apreciarlo en la contraposición de la protagonista y Rebecca, y su muy diferente relación con Maxim. Joan Fontaine interpreta a la joven, recatada e ingenua protagonista de este film que, sorprendentemente, parece no tener nombre: en ningún momento de la cinta se le llama por ningún nombre propio, y solo tras su boda se refieren a ella como “la segunda Sra. De Winter”.
Este detalle no hace sino poner aún más de manifiesto la sensación de inferioridad y de no pertenencia que la protagonista tiene frente a Rebecca y en la mansión Manderley. Mientras ella no tiene nombre, depende completamente de su marido, se deja influenciar e incluso manipular por quienes la rodean, adoptando siempre una actitud y una pose sumisa (las manos entrelazadas y en constante movimiento, la mirada casi siempre en un ángulo descendente…) y se encuentra absolutamente perdida y fuera de su elemento en Manderley y en el estatus social que le ha proporcionado su matrimonio, Rebecca era todo lo contrario.
La primera esposa de Maxim es descrita como una mujer de extraordinaria belleza, segura de sí misma, independiente y capaz. Rebecca era, a todas luces, una fuerza de la naturaleza. La contraposición de estos dos personajes apela a instintos muy primigenios de la psique humana, poniendo la lupa sobre el temor casi instintivo de no ser los primeros, o mejor dicho los principales, en los afectos de nuestras parejas. De ahí nacen los celos, las inseguridades y las reticencias: hubo otro amor antes que nosotros que fue mayor y más grande. Hay un hermano, o un padre o una madre que serán una prioridad por encima de nosotros, etc.
Sobre este aspecto se construye la narrativa de la película, dando vida a la omnipresente figura de Rebecca que, sin aparecer en ningún momento en la película (ni tan siquiera en una fotografía o retrato, algo sobre lo que volveré más tarde) envuelve y ocupa cada espacio de Manderley con su presencia. Tal es su fuerza que su sombra ahoga a la segunda Sra. De Winter, causándole una clara sensación de claustrofobia incluso en una mansión de la magnitud y tamaño de Manderley, y afectando seriamente a la relación con su marido. En este sentido, Rebecca es una metáfora freudiana bastante evidente, pero Hitchcock no se queda ahí ni mucho menos.
Uno de los detalles y personajes más interesantes e importantes de Rebecca lo encontramos en la Sra. Danvers. El ama de llaves de Manderley se nos presenta como una mujer poco agraciada físicamente, con facciones duras y un carácter reservado y severo. Fue uno de los personajes que más trabajo dio a los guionistas y al propio Hitchcock, que tuvieron que sortear la censura de la época con sutilezas y segundas interpretaciones. Es por ello que nunca se reconoce de forma literal en la película, pero resulta evidente a todas luces que Danvers estaba, de hecho, enamorada de Rebecca.
Su obsesión con mantenerlo todo tal y como ella lo dejó y seguir conservando las costumbres que tenía es demasiado profunda y exacerbada para ser fruto de la simple admiración. Su relación con la nueva esposa de Maxim es, claramente, fruto de los celos y cierta ira al contemplar cómo pretenden sustituir a la que ella consideraba el ser más perfecto. Y a diferencia del resto de personajes, su vestimenta siempre es negra, representando el luto por la muerte de Rebecca.
En la película, Danvers funciona como un ejemplo claro de la relación entre un personaje y el entorno. Al respecto de esto habló Hithchcock en su famosa y larguísima entrevista con Truffaut. Para el director, la presencia de Danvers es una especie de “humanización” de Manderley: oscura e inamovible, siempre presente en todas partes. Durante el film apenas gesticula y prácticamente nunca la vemos moverse. Hitchcock quería que Danvers fuera la personificación del espíritu de Rebecca para la protagonista: siempre que la segunda Sra. De Winter y ella coinciden en una habitación, el encuentro se produce con la protagonista oyendo un leve ruido o un susurro y al mirar ahí está Danvers. Es un ente que aparece siempre dónde quiere, como si fuera una parte de la propia mansión que extrañara a Rebecca.
Este aspecto fantasmagórico, que sin duda contribuye a exacerbar la influencia del recuerdo de Rebecca en el segundo acto de la película (desde la llegada de Maxim y la protagonista a Manderley hasta que el primero confiesa lo que ocurrió la noche de la muerte de Rebecca), haciendo que la segunda Sra. De Winter se sienta cada vez más agraviada y en inferioridad en la comparativa, se ve aún más remarcado en la memorable secuencia en la antigua habitación de Rebecca. No solo podemos comprender y contemplar con mayor profundidad los sentimientos de Danvers hacia la difunta (su ilusión cuando llegaba a la casa, cómo se pasa su abrigo por la cara, la descripción y muestra del fino camisón de Rebecca, y el detalle de la funda que ella misma tejió para Rebecca y que siempre dejaba encima de la cama, etc), sino que en dos ocasiones vemos a Danvers a través de las cortinas translucidas que dividen la estancia en dos, mostrándose como una figura difuminada entre dos mundos.
Este segundo acto de la película es quizás el más “hitchcokcniano” de Rebecca, que en general es considerada una obra tan de Hitchcock como de Selznick.
Las revelaciones finales de la película, sobre la suerte de Rebecca y los verdaderos sentimientos de Maxim, aunque resultan sorprendentes y casi retorcidos, pueden intuirse a lo largo de la película en distintos detalles, algunos más importantes que otros. Primero, cuando Maxim y la protagonista pasean en el coche antes de casarse, y ella habla de cómo le gustaría poder embotellar recuerdos para revivirlos cuando quiera. En ese momento Maxim dice que “a veces, de esas botellas pueden salir demonios”. En un primer visionado y con la información que tenemos hasta ese momento, es lógico pensar que se refiera al recuerdo de la muerte de Rebecca, que en ese momento creemos que fue un desafortunado accidente náutico. Después, llama la atención que en la casa no haya ni un solo retrato o fotografía de Rebecca. Y también el hecho de que nadie, excepto la Sra. Danvers, parezca guardar luto por la difunta.
Maxim siempre evita cualquier hilo de pensamiento que le conduzca hacia Rebecca: resulta extraño que, tras más de un año después de su muerte, no quisiera ni tan solo recordar los buenos momentos con un ser querido, y simplemente quisiera olvidarla para siempre, como si buscara borrar su existencia de la historia. También es llamativa la diferencia en como Danvers cuida y conserva las pertenencias de Rebecca tal y como ella las dejó antes de morir, perfectamente impolutas, y cómo Maxim amontona el resto de sus cosas en la choza de la playa, dejándolas acumular polvo y podredumbre, sin el menor cuidado por ellas.
Una vez que se ha visto la película y se conocen los hechos, todos estos detalles nos revelan el cuidadoso trabajo de Hitchcock y su equipo para construir adecuadamente el entorno y el subtexto de la cinta. Algo que tampoco pasa inadvertido con la faceta de cuento de hadas que Rebecca tiene. En muchos aspectos, la historia de la segunda Sra. De Winter parece una retorcida versión de Cenicicienta: una joven sin nombre propio, huérfana y maltratada por una madrastara (la señorita Van Hopper, para quien trabajaba al comienzo de la película) y una hermanastra (Danvers) malvadas, que acaba casándose con un príncipe, o en este caso con un hombre de la alta sociedad.
Sin embargo, ella no es la auténtica Cenicienta, sino la que vino después, cuando el Príncipe Azul había perdido a su verdadero amor, por lo que lejos de “ser felices y comer perdices”, se ven agobiados y atormentados por la sombra del recuerdo. Esta retorcida versión de Cenicienta cobra fuerza y forma definitiva en la película en la escena del vestido, cuando ella baja las escaleras hacia Maxim, pero este en lugar de recibirla como el príncipe a Cenicienta en el baile, la mira con furia y la rechaza de plano: a fin de cuentas este no es su cuento (valga la redundancia).
El cuento de hadas se esfuma, no obstante, esa misma noche, cuando Maxim le cuenta la verdad y, cómo el mismo dice poco después, mata la inocencia que había en la protagonista. Es el momento en el que deja de ser una jovencita fuera de lugar y se convierte plenamente en la Sra. De Winter.
Incluso, durante la vista en la que se cuestiona a Maxim sobre las extrañas circunstancias de la muerte de Rebecca, la protagonista tiene un ligero desmayo muy oportuno antes de que su marido perdiera los papeles y hablara de más. Y aunque no se dice de forma directa en la película, el hecho de que el propio Maxim diga que de no haber sido por el desmayo habría perdido el temperamento, parece querer indicarnos que fue algo fingido e intencionado para ganar algo de tiempo y ventaja.
Cuando el tercer acto de la película toca a su fin, tras la revelación de que Rebecca padecía un cáncer incurable antes de morir, vemos arder Manderley con la señora Danvers dentro. No podría ser de otra forma y con la elección de este final, la historia nos presenta a Manderley, Danvers y Rebecca como una única entidad, que se consume por las llamas (el cáncer) hasta no dejar nada más que un recuerdo, ahora sí, muy lejano.
Rebecca es una de esas películas que han marcado, no solo la historia del cine, sino también la cultura popular. Sirvan como prueba dos ejemplos: Manderley inspiró, casi descaradamente, la mansión de Ciudadano Kane, que vería la luz un año después; y en España las chaquetillas de punto de lana comenzaron a llamarse “rebecas” debido a que la protagonista las usa de forma muy habitual en la película.
Quizás una de las mayores virtudes de Rebecca es su inagotable capacidad para el revisionado. Y es que cada vez que visito Manderley, es como si la descubriera por primera vez.