- Generalmente, si de algo adolece el metraje de una película es de exceso, pero a Poker face le falta una media horita para terminar de rematar todas las historias que inicia. Es una película que está bien (Porque Crowe tiene nervio detrás de la cámara y el montador le echa un muy buen cable), pero que va picoteando de un lado a otro, sin centrarse en ninguna trama y que no deja de parlotear para no contar nada, realmente.
Por cierto, señor Russell, que sé que me está leyendo. ¿En serio? ¿Poker face? ¿No había otro nombre menos manido? Pero vamos a lo que vamos. En Poker face parece como si se hubiera perdido la mitad del guion o que en la sala de montaje hubiera desaparecido media película. Porque eso es Poker face: media película.
Perdonadme el momento de cuñadismo que voy a tener, pero me dio la sensación de que Russell Crowe responde al perfil típico de «síndrome de falta de atención asociado a alta capacidad». Es decir, lo que hace, lo hace muy bien. A lo que respecta la planificación e incluso elementos narrativos, Poker face está muy bien rodada. El problema no es ese. El problema es que no ha terminado de contar una subtrama cuando ya se ha metido en otra de la que volverá a saltar sin cerrarla.
Poker face empieza con una trama existencialista, de conflictos personales no resueltos. Russell Crowe prepara al espectador para una reunión de personajes que en un momento determinado implosionará ese punto de inflexión que los ha llevado a donde están. Conflicto, por cierto, que en ningún momento se llega a dilucidar (maravilloso verbo que no sé ni siquiera sé cómo conjuga correctamente).
Lee también: Crítica de Nostalgia (2022)
Pues de buenas a primeras, Russell Crowe se acuerda de lo mucho que le gustó La habitación del pánico y comienza una nueva película, que no tiene absolutamente ninguna relación con lo que estaba sucediendo. Es más; porque para colmo, si se hubiera caído del montaje, la trama principal no se hubiera resentido ni lo más mínimo.
Son pocos personajes, no del todo bien definidos, unidos por un conflicto del que no sabemos nada (ni tampoco lo vamos a saber). Quizá la culpa sea que la película la dirige y protagoniza la misma persona. Nunca me ha parecido demasiada buena idea esa porque el equilibrio es difícil de conseguir. Al final, o se centran en su propia actuación o en su faceta de director (las menos, todo hay que decirlo). Protagonizar la película que estás dirigiendo sólo funciona en Ciudadano Kane o si el actor se ve a si mismo como director, como pasa con Woody Allen, Clint Eastwood o Mel Gibson.
En una película coral, se corre el riesgo de que el director sólo tenga ojitos para sí mismo y pase olímpicamente del resto del reparto, que es justo lo que ha ocurrido en Poker face. Eso, sí, Russell Crowe tiene esa energía de héroe trágico, esa especie de Atlas sosteniendo el peso del mundo sobre sus hombros que va perfecto a esta película (y a todo lo que ha protagonizado). El problema no es él. Él está fantástico (y lo sabe). La pega es que todos los demás son meros esbozos. Liam Hemsworth no hace gran cosa pero al menos es guapo (y menos mal, porque tiene la piel bastante estropeada para lo joven que es). Lo mismo podemos decir de Elsa Pataky, que sale por allí, luce palmito (y un tatuaje falso pero que debería hacerse porque es chulísimo) y parece que va a iniciar una trama… pero no.
Al menos en eso, Crowe es bastante coherente. No termina nada. Y que, por cierto… ¡Ríete tú del problema de adolescentes y casas de apuesta en España! ¡En Australia los niñatos apuestan al póker!
Terminando. Otra de las subtramas de Poker face es el amor al arte. Así que no seré yo quien defenestre ninguna película en la que haya tal declaración de amor a la pintura como la que demuestra Russell Crowe.
Al fin y al cabo… a ver si ese era el juego de su director. Contar las cosas a la mitad y que el espectador «dirigiera» en su cabeza todo lo demás.