El Conde reinventa la figura de Augusto Pinochet transformándola en un terror satírico en el que el dictador chileno sigue vivo y es un vampiro de 250 años
Pablo Larraín regresa con El Conde (2023) a su Chile natal, tras haber retratado la vida de dos mujeres «encantadas» en Jackie (2016) y Spencer (2021). Una monocromática y terrorífica historia en la que el director concibe al dictador Pinochet, que aterrorizó Chile desde 1973 hasta 1990, como un chupasangre salido de las novelas de Bram Stoker, convirtiendo la ideología política en un espectáculo vampiresco bajo una perspectiva satírica.
La historia de este Pinochet comienza en el siglo XVIII, en plena Revolución Francesa, en la que un soldado del ejército de Luis XVI, bajo el nombre de Claude Pinoche es transformado en vampiro. El ambiente revolucionario no tarda en horrorizarle, y tras varias decapitaciones públicas de nobles como María Antonieta, decide recorrer el mundo para luchar contra la libertad y la democracia dondequiera que esté. Es aquí donde Pinoche, renombrado a Pinochet, acaba en Chile, donde liderará el golpe militar que derrocó al gobierno de Salvador Allende. El resto de la historia, hasta «la muerte del dictador», ya la conocemos.
Es aquí donde Larraín empieza a tallar su versión de Pinochet, interpretado sagazmente por Jaime Vadell, en la que un decrépito dictador ha de fingir su muerte para alejarse definitivamente de todos los focos, teniendo que adaptarse a su vida alejada de la sociedad. Es difícil cambiar un estilo de vida tan pomposo por algo más austero, y eso se observa en la actitud del dictador, que se ve envejecido y con su riqueza menguando, teniendo que hacer frente a la dificultad de renunciar al consumo de corazones recién extraídos de sus víctimas.
La llegada de sus cinco codiciosos hijos y una monja —claro recuerdo a la Juana de Arco de Dreyer— enviada a exorcizar el alma del dictador, harán que la historia se torne en una deconstrucción en tono burlesco y formal sobre las acciones pasadas de Pinochet y su familia, bajo un manto de metáforas y referencias en las que se interpreta que los ciudadanos no somos más que simples herramientas y alimento para la élite succionadora de sangre.
El Conde no deja de ser un objeto de arte y ensayo antipático, a veces brillante y otras veces más apagado. Se construye a través de una narrativa anudada bajo un sugerente blanco y negro que pretende desenterrar el cuerpo político de la Chile comprendido entre los años 70 y 90. Una película que pese a estar codificada como una comedia negra, es tan cruenta que pocas risas levanta, pero con una intención más que clara, pura denuncia política reflejada en el monstruo vampírico.
La cinta no dejará indiferente a nadie y que es una rara pieza entre todo el catálogo del que dispone Netflix. Larraín, pese a no estar frente a su mejor película hace un buen trabajo volviendo a escanear desde otro punto de vista la figura política de Pinochet, como ya hiciese en su trilogía con Tony Manero (2008), Post Mortem (2010) y No (2012).